Antes los viejos decían: “palabra de galleros”, como expresión de que no
se requería de la firma de papeles para cerrar un compromiso, pues la palabra
bastaba.
El respeto a la palabra
empeñada se consideraba en la antigüedad como una de las grandes virtudes que
poseía una persona, pues bastaba con que de “boca” se asumiera un compromiso
para que fuese cumplido con la misma fuerza como si fuese por escrito. Incluso
en el ámbito del Derecho uno de los grandes juristas del "ancien regime" en
Francia, Antoine Loysel, dijo que a los bueyes se ataban por los cuernos y a
los hombres por las palabras.
Grandes ejemplos tenemos en
la humanidad de personas que por respeto a la palabra empeñada han sufrido
grandes penurias y adversidades. Dos ejemplos son muestras suficientes para
comprender el valor de los protagonistas de esos relatos. Me refiero a Marco
Atilio Régulo y a Daru, el maestro del relato de Albert Camus en su obra “El Huésped”.
Traigo en primer término el
caso de Marco Atilio Régulo.
“Se trata de un hecho famosísimo en la historia de Roma. Marco Atilio Régulo cayó prisionero de los cartagineses que lo enviaron a Roma para gestionar la paz y el rescate de prisioneros. Los cartagineses le pusieron una condición: si fracasaba tenía que volver de nuevo a Cartago. Marco Atilio fue a Roma, convenció al Senado de su ciudad para que desoyera las proposiciones de los cartagineses y, fiel a su palabra, regresó a Cartago en donde los cartagineses no tuvieron ninguna piedad con él y lo sometieron a tormentos. Se tiene por ejemplo de fidelidad a la palabra dada por parte de los romanos y de la “maldad cartaginesa” o “mala púnica”. (Cicerón, Acerca de la Vejez, introducción y traducción de Luis González Platón, pág. 100).
A
su llegada a Cartago, se dice que fue condenado a muerte en medio de las
torturas más atroces. Se relata que fue colocado en un cofre cubierto en el
interior con clavos de hierro, donde pereció, y otros escritores afirman
además, que después de que sus párpados habían sido cortados, fue arrojado
primeramente a un cuarto oscuro, y luego, de repente, expuesto a los rayos de
un sol ardiente. Cuando la noticia de la muerte bárbara de Régulo llegó a Roma,
el Senado se dice que habría dado a Amílcar y Bostar, dos de los generales
cartaginenses presos, a la familia de Régulo, que se vengaron sobre ellos con
crueles tormentos.
Sobre el mismo personaje y según el texto extraído de www.mcnbiografías.com, Régulo fue hecho prisionero junto a 5.000 de sus hombres. Tras varios años de cautiverio fue enviado a Roma por los cartagineses, probablemente en 241 a.C., previa palabra de honor de que regresaría con un mensaje en el que se solicitaba la paz y el intercambio de prisioneros. Régulo, convencido de que la continuación de la guerra favorecía a Roma, convenció al Senado para que rechazara la propuesta. Fiel a su promesa regresó a Cartago para proseguir su cautiverio. Irritados por su comportamiento los cartagineses le sometieron a los más horribles tormentos que le causaron la muerte. Según contaron algunos autores clásicos, a su regreso fue encerrado en un sótano muy oscuro durante un largo período. Un día, cuando el sol estaba en lo más alto, le sacaron de su celda y tras cortarle los párpados le expusieron al sol, por lo que el sol le quemó la piel y le dejó ciego. Tras lo cual fue puesto bajo los pies de un elefante loco.
Otras fuentes afirmaron que los cartagineses le
administraron un veneno de efecto muy retardado que le provocó un insomnio que
le llevó a la muerte. Cuando la noticia del asesinato llegó a Roma, el Senado
entregó los prisioneros cartagineses a los hijos de Régulo para que hicieran
con ellos lo que quisieran y se cuenta que los encerraron en armarios cuyos
interiores estaban forrados con clavos afilados. El comportamiento de Régulo
hizo que se convirtiera una leyenda entre los romanos y que fuera visto como un
auténtico héroe. Desde ese momento el nombre de Régulo pasó a ser considerado
como un símbolo de patriotismo y de lealtad. Algunos historiadores han
mantenido que la historia de su martirio fue inventada con el fin de atribuir a
los cartagineses la fama de maltratar a sus prisioneros.
El otro caso es el que nos relata Albert Camus en su obra “El
Huésped”, y se refiere a la palabra empeñada por Daru, el maestro de montaña, la
cual comienza de la manera siguiente: “La nieve
había empezado a caer de repente a mediados de octubre, después de ocho meses
de sequía, sin la transición de la lluvia, y los veinte alumnos que vivían en
los pueblecitos diseminados por la meseta no iban a clase”.
Daru vivía casi como un monje en aquella escuela perdida, contento, por
otra parte, con lo poco que tenía y de esta vida ruda, se sentía un señor, con sus paredes enlucidas, su estrecho diván, sus estantes de
madera de pino, su pozo y su suministro semanal de agua y de alimentos. En esas
circunstancias se encontraba el maestro Daru cuando llegó el gendarme Balducci con un árabe preso,
acusado de haber matado a un primo, ordenándole a Daru que debía conducir al
prisionero hasta la cárcel de Tinguit. Ante la resistencia del maestro el
gendarme le manifiesta:
“Escucha, hijo -dijo Balducci-. Me resultas simpático y tienes que
comprender. En El Ameur somos sólo una docena de hombres y tenemos que
patrullar por todo el territorio de un departamento, aunque sea pequeño, así
que tengo que volver. Me han dicho que te confíe a este individuo y que vuelva
inmediatamente. No podíamos custodiarlo allá abajo. Su pueblo se agitaba y
querían llevárselo. Tú debes conducirlo a Tinguit durante el día de mañana. No
son veinte kilómetros los que van a asustar a un buen mozo como tú. Después,
todo habrá terminado. Volverás a la escuela con tus alumnos y a la buena vida”.
Daru no tuvo alternativa y emprendió con el árabe el camino a la cárcel
que recibiría al prisionero, con la esperanza de que se le escapara para no
cumplir esa misión y tener una excusa para no cumplirla. Rumbo allí Daru
inspeccionó las dos direcciones. No había mas que el cielo en el horizonte, no
se veía a ningún hombre. Daru se volvió hacia el árabe, que lo miraba sin
comprender, y le tendió un paquete:
—Toma —dijo—. Son dátiles, pan y azúcar. Te llegará para dos días. Toma mil francos también. —El árabe cogió el paquete y el dinero y se quedó con las manos llenas a la altura del pecho como si no supiera qué hacer con lo que le daban—. Mira ahora —dijo el maestro, y señalaba la dirección del este—, ese es el camino de Tinguit. Son dos horas de marcha. En Tinguit están la administración y la policía. Te esperan. —El árabe miraba hacia el este, apretando contra sí el paquete y el dinero. Daru le cogió del brazo y, con cierta brusquedad, le hizo dar media vuelta hacia el sur.
Al pie de la altura en que se encontraban, se adivinaba un camino apenas
bosquejado—. Esa es la pista que atraviesa la meseta. A un día de marcha de
aquí encontrarás los pastes y los primeros nómadas. Te acogerán y te darán
refugio, según sus leyes.
Nuestro eximio intelectual Diógenes Céspedes (Areíto, periódico Hoy, sábado 17 de septiembre de
2011) nos ofrece acerca de la obra “El Huésped” de Albert Camus, de cuyo
contenido trato de resumir lo que sigue.
El maestro de escuela Daru
es encargado por su amigo el gendarme de caballería Balducci, para que llevara
un prisionero árabe acusado de matar a una persona. El prisionero queda a cargo
de Daru hasta que al día siguiente le despache a la prisión de Tinquit, el
pueblo más cercano, distante a dos horas de camino a pie a partir de la escuela
y vivienda de Daru. El maestro, armado de un revólver que le proporcionara
Balducci para que el árabe no escape, se decide a dormir en la única habitación
de la misma casa. El maestro inicia un diálogo con el árabe preso a fin de
informarse sobre su vida y las razones por las que está preso y luego del preso
ir al baño acompañado del maestro ambos duermen toda la noche. El maestro con
la información obtenida y conocedor de la cultura árabe envía solo al preso sin
escolta hasta la cárcel de Tinguit. El prisionero emprende el camino,
indicándole el maestro cómo llegar a su destino, diciéndole: te quedan dos horas de camino. En Tinguit
está la administración y la policía. Allá te esperan. El gobierno es tan
férreo y el paisaje geográfico tan estéril, que la única opción del prisionero
es entregarse voluntariamente a la policía, sin que autoridad alguna deba
conducirle, pues del lado contrario a su aldea está el desierto y la muerte y
en medio, Tinguit, donde está obligado a ir. El maestro le sigue diciendo, a un
día de marcha de aquí encontrarás los pastizales y los primeros nómadas. Ellos
te acogerán y te darán abrigo, según la ley. Al regreso a la escuela, Daru
encontró en la pizarra este amenazador letrero escrito con la tiza de
diferentes colores que decía: entregaste a nuestro hermano. La pagarás.
A
pesar del tiempo y del desconocimiento e irrespeto a la palabra empeñada, todavía en nuestro
derecho civil de las obligaciones el principio imperante es el del
consensualismo, lo que significa que desde que dos o más personas se ponen de
acuerdo para un negocio jurídico, inmediatamente surge una obligación, de donde
resulta que el acreedor tiene el derecho de exigirle a su contraparte que es el
deudor el cumplimiento de esa obligación. En principio la necesidad de papeles,
solamente se exige como un requisito para la prueba de la existencia de la
obligación.
Antes
se consideraba que un hombre era serio en la medida en que respetaba la palabra
que había empeñado. ¿Y ahora?
El actual presidente de la República de Chile tiene la palabra
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