Quien me
lo presentó se fue primero. Ambos no están con nosotros, pero han dejado sus
huellas imperecederas en el suelo de la justicia latinoamericana. El
presentador se lo llevó forzosamente enero de 2013 mientras el presentado
aparentemente decidió abordar voluntariamente la parca que lo ha conducido a la
eternidad.
Fue en
ocasión de una reunión de presidentes de cortes de justicia de Centroamérica y
Panamá celebrada en Managua, Nicaragua,
hace ya varios años, cuando Luis Paulino Mora Mora, a la sazón Presidente
de la Corte Suprema de Justicia de Costa Rica, me presentó al guatemalteco
César Crisóstomo Barrientos Pellecer, más o menos con las palabras “mi hermano,
te presento a uno de los juristas más talentosos que tenemos en la región
latinoamericana”. Esa presentación fue suficiente para que desde entonces
estableciéramos una relación de amistad que perduró hasta su muerte ocurrida el
pasado 2 de marzo.
César
Barrientos fue uno de los grandes propulsores de la reforma procesal penal que
se inició en América Latina por los años ochenta. Fue un consultor en cuyo
papel recorrió muchos países, llevando sus conocimientos y esparciéndolos por
gran parte de nuestra región. Pero por esas cosas de la vida, ocupando la
presidencia de la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia de Guatemala,
recurrió varias veces a nosotros para que el Poder Judicial dominicano
cooperara con la reforma procesal de su país, para lo cual visitó varias veces
nuestro país y enviamos técnicos al hermano país de Guatemala para ofrecer la
experiencia dominicana principalmente en el área de evaluación de desempeño de
los jueces y de carrera judicial.
En el
año 2001 César escribió un libro con el título “Poder judicial y estado de
derecho” donde plasma su profundo sentimiento reformador en cuanto a la
justicia procesal y otros temas de la administración de justicia. La
presentación de esa obra correspondió a Luis Paulino Mora Mora, quien dijo al
respecto: “Debemos procurar, como señala
y propone Barrientos, una serie de reformas que permitan que la administración
de justicia se constituya en un efectivo mecanismo de defensa de las
instituciones democráticas y en consecuencia del ciudadano. Se deben superar
los problemas que se presentan en la actualidad, para que el judicial, en vez
de ser visualizado como un obstáculo al desarrollo económico de los pueblos y
al cambio social, se le tenga como importante medio que los propicia”.
El
entonces vicepresidente de la Corte Centroamericana de Justicia, José Eduardo
Gauggel Rivas, refiriéndose a esa obra nos dice en el Prólogo que él plantea una realidad y lanza un reto;
el mismo reto que él aceptó desde hace mucho tiempo haciéndolo parte de su
experiencia vivencial y uno de sus quehaceres fundamentales. Más adelante dice:
“La lectura de la obra de Barrientos es
un recorrido biográfico por los laberintos de la crisis que vive la democracia
en los países centroamericanos, pasando por los débiles ejes de la institucionalidad
del poder judicial; recordándonos que en estas tierras, y para estos pueblos,
dignos siempre de mejor suerte, la lucha por la justicia y la democracia tiene,
y ha tenido la exasperante características de la leyenda de Sísifo”.
En la
parte relativa a El fin de las penas, Barrientos nos dice: “Es comprensible el dolor, el odio, la ira y la reclamación de venganza
de las víctimas directas; es admirable el valor con que exigen justicia y en
mucho sus reclamaciones son factor de lucha contra la impunidad y han provocado
mejoras del sector judicial. Por otra parte, es natural la afectación que
hechos criminales nos causan a todos y hasta el miedo y la frustración que
generan y justificada la reclamación social de mayor severidad en la aplicación
de las penas. Pero la pena penal, aunque implica un mal al que se le imponen y
constituya una especie de compensación por el daño cometido, no se establece en
un Estado democrático en calidad de venganza, como sí lo hacía la ley del
talión al reclamar ojo por ojo”.[1]
César
Barrientos decía que el estado debe defenderse con éxito y contundencia del
delito y abrir espacios efectivos de participación en el proceso penal a la
víctima; pero que el principal instrumento para enfrentar la delincuencia no
está en las penas, de ser así habría que pensar en hacer y llenar muchas
cárceles. Entendía que los castigos desmedidos, la persecución penal fuera del
marco constitucional, las reacciones meramente represivas y la misma pena de
muerte no producen, según la experiencia de las naciones, los efectos esperados
de disminución de delitos, incluso hay delitos tan graves que cualquier pena
que se imponga parecerá siempre corta.
Es así como él refería el caso de que en el año 356 antes de Jesucristo,
los efesios condenaron a muerte por suplicio a Eróstratos por incendiar el
tempo de Artemisa y prohibieron, bajo la misma pena, pronunciar el nombre del
criminal. De nada sirvió, es más, desde entonces la actitud de cometer delitos
para alcanzar notoriedad se llama erostratismo.
Su posición
sobre el aumento de las penas y de la pena de muerte fue una constante durante
toda su vida. El hecho de que la Sala Penal, que presidía, revocara en
Guatemala más de 53 sentencias de muertes, por haberse violado el debido
proceso e imponiendo en cambio la pena máxima de cárcel de 50 años de prisión,
refleja claramente su posición al respecto. Por eso no es de sorprender cuando
nos dice que la ciencia penal ha mantenido que no se trata de responder con
penas crueles, atroces o infamantes sino de recurrir a medidas legales para
reducir la capacidad de delinquir del condenado y buscar que cuando recupere su
libertad viva alejado del delito. Con frecuencia citaba a Montesquieu cuando
decía que cuando se impuso la pena de la rueda a los asaltantes de camino en el
siglo XVII no disminuyó los robos pero sí aumentó las muertes de las víctimas.
Con una
convicción tan acendrada sobre la pena de muerte sostenida desde antes de
ocupar una posición en la Corte Suprema de Justicia, constituía una tentación
posible afirmar que llegada la ocasión haría prevalecer ese sentimiento en
favor de la vida. La sentencia dictada el 20 de junio de 2005 por la Corte
Interamericana de los Derechos Humanos (CIDH), anulando la sentencia que
condenaba a Fermín Ramírez y Ronaldo Ernesto Raxcacoj Reyes y ordenara una
nueva pena, le sirvió de caldo de
cultivo para ejercer toda su autoridad para anular decisiones que pronunciaban
la privación de la vida. Su posición era: "Lamentamos el dolor de las víctimas sobre el hecho
ocurrido, pero el Derecho Penal debe de cumplirse".
Para justificar la supremacía de las decisiones de la Corte
Interamericana de los Derechos Humanos (CIDH) sobre las jurisdicciones
nacionales decía: “La justicia universal está por encima de la justicia nacional; en ella
se somete la soberanía nacional. No se puede hacer nada en contra de lo mandado
por organismos internacionales".
Con
César Barrientos discutimos muchas veces el tema de las garantías individuales
y del problema que se puede presentar cuando los jueces caen en el
hipergarantismo como una consecuencia de que los jueces en ocasiones
desconozcan el interés de la sociedad. Sin embargo, siempre decía que había que
buscar el equilibrio necesario y someterse al debido proceso. Pero que en todo
caso era preferible un juez con un alto sentido garantista a un juez
arbitrario.
Tenía
César una idea muy definida sobre el papel de los tribunales y de los jueces.
Decía de los primeros que era preciso resaltar que son el instrumento racional,
pacificador y coactivo con que cuenta la democracia para mantener y profundizar
la convivencia creativa y avanzar establemente hacia formas elevadas de vida.
Tampoco puede despreciarse la comprobación histórica de que, no pocas veces,
quienes argumentan que las libertades y derechos humanos son demasiado elevados
para pueblos que consideran no saben gobernarse, son lo que bajo la excusa de
orden reclaman para sí las ventajas del poder absoluto y derechos para
ejercerlo.
En
cuanto a los jueces, afirmaba que la función y responsabilidad del juzgador
consiste en determinar la norma más justa y adecuada al caso concreto que conoce,
lo cual no significa estructurar su respuesta exclusivamente con la ley; puede
recurrir también a la costumbre, la doctrina, la jurisprudencia, la equidad,
los principios generales del Derecho. Los tiempos de la interpretación
estrecha, estricta y limitada de la ley, de la dura lex sed lex, de la esclavitud del juez al texto de la ley ya
pasaron.
En
términos muy concluyente decía que la independencia judicial consiste en que el
juez no es empleado o subalterno de nadie, tampoco recibe órdenes o
instrucciones sobre cómo conducir, resolver o interpretar u proceso. Tampoco
resuelve los casos de acuerdo con sus ideas, sentimientos o inclinaciones
personales.
Los
medios de comunicación de su país nos recuerdan la posición mantenida por el
magistrado amigo fallecido en ocasión de una imputación que condujo a juicio a
su hijo de igual nombre cuando manifestó: “Soy un padre y me preocupa lo que pasa —con mi hijo César
Barrientos Aguirre—, pero también soy un funcionario judicial, y creo y respeto
la independencia de los jueces. La decisión queda en manos de la justicia de
nuestro país”.[2]
Mantuvo hasta el final su posición de que “La justicia universal
está por encima de la justicia nacional; en ella se somete la soberanía
nacional. No se puede hacer nada en contra de lo mandado por organismos
internacionales".
Barrientos
formaba, conjuntamente con Julio Maier, Alberto Bínder, Eugenio Rául Zaffaroni,
Luis Paulino Mora Mora, René Hernández Valiente, Rodolfo Vigo, Fernando de la
Rúa, a pesar de sus problemas políticos en su país, y otros, un verdadero grupo
de reformadores del proceso penal latinoamericano.
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